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Mi familia es un dibujo (Ilustración: Ruben Gauna) |
¿Qué es una familia? La pregunta suena aburrida, obvia. Ya en primer grado, aun antes de aprender a escribir, podía dibujar una familia con redondeles y palotes. La mamá (con un rulo grande que indicaba pelo largo y un triángulo como pollera), el papá (con sombrero), el hijo y la hija. Atrás, una casa con chimenea y humito. Ya está, les presento a la familia “nuclear”, la “célula básica de la sociedad”, según repetía la maestra. Fin de la historia. Todo lo que no encajaba en ese molde era raro, y por lo tanto amenazante. En los cuentos de hadas, las madres que criaban hijos ajenos eran “madrastras” siempre aliadas a lo siniestro. Y los huérfanos, en la tradición de las novelas de Dickens, sobrevivían apenas al orfanato para pasar al reformatorio, esquivando golpes y estafas.
Después llegaron los Ingalls, la familia mítica que vivía en una casita dibujada con redondeles y palotes en la cima de la colina. El padre estaba siempre transpirado, o sea, trabajaba todo el día, arando el campo, pero, sobre todo, apilando heno en el granero. La madre se ocupaba de las tareas de la casa. Y las hijas iban a la escuela con unas latitas en vez de mochilas. Los domingos la familia entera iba a la iglesia a rezar y a cantar. Nunca había discusiones entre los Ingalls, y la única interferencia era alguna travesura de Laura (que era traviesa porque era pecosa, o viceversa). El único conflicto en la serie se daba entre la familia (como unidad indivisible) y lo arduo de la vida del colono. Por eso la serie acumulaba tragedias: incendios, parálisis, caídas en pozos, enfermedades, sequías, cegueras, etc.
Trabajando full time contra tantas calamidades, no había tiempo para frivolidades: no había esposas aburridas, maridos infieles, hijos rebeldes, suegras asfixiantes o abuelos borrachos, ninguna sospecha de que la familia no siempre nutre y protege, sino que a veces es abuso o intemperie. Ni siquiera los Locos Addams, con sus excentricidades, rompían con este molde: los Addams también eran un frente sin fisura, como los Ingalls, pero en perpetuo Halloween.
En 1998, en una fiesta en New Jersey, conocí a un cubano gay. Había vivido toda su vida en La Habana y emigrado a Estados Unidos hacía apenas un año. Charlamos de música, literatura y luego de cine. Cuando mencioné Esperando la carroza, Carlos se puso la mano en el corazón, conmovido, dejó el vaso de vino sobre la mesa y empezó a citar parlamentos de la película de memoria.
No era casual que dos gays latinoamericanos en el extranjero sincronizaran íntimamente ventriloquizando a Blumm y a Zorrilla. La película había sido popular en el momento de su estreno, pero cayó paulatinamente en el olvido, hasta que fue rescatada y elevada a película de culto por la gente gay. La fascinación no era gratuita: el grotesco nos confirmaba la sospecha de que muchas veces sólo en la superficie la familia es funcional y cooperativa, mientras en lo profundo hay crisis nerviosas, llantos fingidos y gritos y masas de crema atragantadas.
Juego de roles
En el debate por el matrimonio igualitario se confrontaron dos ideas de familia contrapuestas. Una, la familia “tradicional”, basada en la idea de la mamá y el papá con roles definidos y fijos (aunque casi nadie ya se anima a enunciar cuáles son, y nadie los cumple a rajatabla); la otra, la familia “actual”, en la que los roles y las responsabilidades se reparten independientemente del sexo o la sexualidad de los padres. Ya la palabra “tradicional” es tramposa, porque sugiere siglos de historia, cuando en realidad nuestra idea de familia cambia constantemente (era muy distinta cuando no existía el divorcio legal, por ejemplo) y hasta lo que consideramos reglas básicas de funcionamiento de la familia son bastante nuevas (en el siglo XIX, por ejemplo, era muy común que los hijos de las familias ricas fueran criados por nodrizas hasta los 5 o 6 años, sin tener casi contacto con la madre). Paradójicamente, cualquier intento de definir la familia “tradicional”, incluyendo todas las culturas y todas las épocas, daría como resultado una definición tan amplia, como inútil.
Pero no hace falta ser historiador, sociólogo o antropólogo para entender que los roles, dentro de una familia, son variables y circunstanciales. Una de las experiencias más extrañas que vive una persona gay sucede cuando decide decirle a sus padres que es gay. Lo más común es que los padres reaccionen enojándose, intentando primero persuadir al hijo de que está equivocado o que sólo está pasando por un “periodo gay”, y que todo va a volver a “la normalidad”. Es una ironía que un hijo gay deba, en ese caso, convertirse en padre de sus padres (una inversión de los roles tradicionales) y tenga que aguantar con paciencia y firmeza, los ataques de ira o llanto, los sobornos emocionales, etc, que los padres usan para intentar imponer su capricho.
Mi tío picapiedras
A veces lo olvidamos, pero la mayor parte de la historia humana es prehistórica. Muy, muy lentamente nos estamos enterando cómo vivían nuestros antepasados. Los debates son encarnizados y estamos lejos de llegar a un acuerdo, pero es probable que las familias antes de la llegada de la agricultura fueran más flexibles de lo que podría imaginar incluso el hippie más radicalizado. Christopher Ryan y Cacilda Jethá, por ejemplo, en su libro “Sex at dawn” (Harper Collins, 2010) sostienen que nuestras tatarabuelas picapiedras tenían sexo con muchos hombres a la vez, lo que permitía mejorar la posibilidad de un hijo evolutivamente bien posicionado gracias al mecanismo de “competencia espermática”, y luego esos hijos eran hijos de todo la tribu (es decir de todos los padres y las madres del grupo) y eran cuidados y educados comunitariamente. Por si hay algún fanático religioso retrógado leyendo este párrafo, les dejo una imagen mental ilustrativa de lo que sostienen Ryan y Jethá: nuestros tataraabuelos vivían en una especie de boliche swinger que funcionaba al mismo tiempo como jardín de infantes. Cómo habrán conseguido la habilitación?
Por las dudas aclaro que Ryan y Jethá son heterosexuales (y pareja) y que no proponen retroceder a la prehistoria o a los años 60. Simplemente señalan la necesidad de volver a evaluar de qué hablamos cuando hablamos de “familia”, “tradición” o “natural”, las tres palabritas / caballos de batalla más escuchadas del lado más recalcitrante y retrógrado. Lo que ellos nombran como “tradicional” es en realidad la familia como manera de ordenar algunos aspectos de las relaciones entre las personas: el sexo, el parentesco y el dinero. Eso es la ley de matrimonio: una manera de restringir con quién (supuestamente) se tiene sexo, cómo se arman los lazos familiares (se trata de lazos sanguíneos) y cómo se reparte el dinero (los hijos biológicos heredan la propiedad de los padres). Este modo de organizar la manera en que las personas se relacionan fue evolucionando (hoy la mujer no es propiedad del hombre, como solía serlo; los matrimonios no son arreglados por los padres, etc) no porque los gays hayan introducido cambios en la ley, sino porque los heterosexuales lo hicieron. Lo insólito es que mucha gente gay, que los retrógrados describen como díscolos y con el secreto interés de generar caos y confusión, pretenden sumarse a una institución rígida y disciplinadora, en vez de optar por la libertad de movimiento de la soltería perpetua.
Hágalo usted mismo
Siempre hubo hijos criados por tías o abuelas, un par de hermanas que criaron al hijo de una vecina, dos familias fracturadas que se reunían para recomponerse y ampliarse. Durante mucho tiempo estas familias no pasaron el control de calidad de la ley. La medida “conservadora”, en el buen sentido de la palabra, sería ordenar y sostener las relaciones perdurables para hacerlas más sólidas y para que los integrantes más desguarecidos de ese grupo (en general los niños o los ancianos), vivan protegidos por cierta estabilidad. No se trata, entonces, de tirar todo por la borda, sino todo lo contrario. La ley de matrimonio igualitario, al terminar con la invisibilización de las famlias homoparentales, ayuda a remover el estigma de otras familias “atípicas”.
La cultura popular está llena de declaraciones grandilocuentes sobre la importancia del amor. El slogan: el amor es lo más importante. Pero hasta hace unos meses ese slogan venía con letra chica:siempre y cuando no seas gay y quieras casarte con alguien de tu mismo sexo). Para salir un poco del costado meloso y estupidizante y pop de la importancia del amor, podemos ir hacia otro slogan: somos animales sociales. Evolutivamente nuestro cerebro se fue agrandando y complejizando para poder vernos, tocarnos, hablarnos. Somos los animales más sociales del planeta: los que más dependemos del otro, los que más tiempo y energía dedicamos a ir en busca del otro, los más elevados y los más desgarrados por el cuerpo y el misterio del otro. Para ser tenemos que desviarnos y pasar por los demás, y no hay castigo más rotundo que el exilio y la invisibilización. Las “nuevas” familias siempre estuvieron ahí porque no sabemos cómo vivir sin nuestra fragilidad y sin el cuidado mutuo y por eso seguimos creando maneras de estar juntos y solos al mismo tiempo.
Por Christian Rodriguez – (GMaps360)
Queens & Kings